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08-05-2017

    Y empezó la revolución

    Izaskun y sus compañeros representaron un cambio radical y necesario del modelo preestablecido en la arquitectura del momento.

    “Estudié arquitectura en la escuela pública y disfrute un montón, y no solo me refiero a las fantásticas relaciones con los compañeros. Recuerdo esos trabajos que teníamos que hacer a mano, trabajos que exigía una dedicación de 48 horas, que hacíamos escuchando la cadena de Arquitectura en la radio…También tuve maravillosas experiencias con profesores; allí conocí el que ha sido uno de mis grandes amigos, mentores, casi un segundo padre para mí, Andrés Perea. Pero también ahí pensaba de forma radicalmente diferente a mis profesores. Queríamos, mis compañeros y yo, hacerlo todo diferente. Como con mi madre, al principio pensaban que se nos pasaría, pero empezamos a revolucionarlo todo”.

    Y no es, precisamente, que la Arquitectura le hiciera ascos a la revolución. “En aquella época nos enseñaban que la buena arquitectura debía diferenciarse, y que la base de esa diferencia era que el concepto y la idea del diseño tenían que ser únicos y que se ha de expresar la idea con contundencia; ya en tercero de carrera hablaba de ecología con mis profesores, cuando nadie sabía nada del tema”. Pero la verdadera lucha vino cuando, ya convertida en una joven e inconformista arquitecta, empezó a defender su visión. “Defendía la legitimidad de la ‘criatura’, y sufrí ataques de una enorme agresividad al incorporarme al ejercicio profesional, especialmente por parte de mis propios compañeros. Yo creo que se sentían amenazados por el cambio de modelo de la arquitectura del momento. Los jóvenes representábamos una ruptura, muchos dramas profesionales entre gente con una concepción totalmente desfasada de la arquitectura. Éramos una clara amenaza porque empezamos a trabajar muy pronto diciendo verdades, trabajando con presupuestos muy pequeños y, gracias al ordenador, con mayor autonomía”.

    Una de las claves de esta diferencia era presupuestaria, de costes. “Antes un arquitecto no podía empezar a trabajar si el cliente no tenía el dinero suficiente, pero ahora nosotros conseguíamos hacerle una oferta por mucho menos. En nuestro esquema, lo imprescindible es la voluntad de hacerlo. Si eso existe, pues ya lo montaremos, tirando mucho de reutilización”. El segundo punto diferenciador para Izaskun es la expresión, donde intentan sus compañeros y ella, captar la agenda estética del cliente. “El cliente, para nosotros, no es solo consumidor, sino también productor. Esa visión nos ha llevado a introducir elementos estéticos que les hagan sentir más cómodos y que estaban prohibidos académicamente. Es la ‘estética expandida’ al modo de Leroy Gorham, que se aleja mucho del purismo”.

    Ya solo eso enfrentaba radicalmente a la joven arquitecta con una profesión que, en la carrera “te enseña a amar la industrialización”. Izaskun, por el contrario, opina que hay que ser muy crítica con este fenómeno que ha creado “muchísimas necesidades absurdas” y que ha llevado hacer por ejemplo, ciudades pensadas para el coche y no al revés.“No es que defienda una vuelta romántica al pasado, aunque en algunos aspectos de mi vida sí lo hago, pero creo que hay que revisar este fenómeno, esta industrialización. Es la negación de un modelo, del de esa mujer que se hacía sus propios vestidos. Es una vuelta a la estética, al replanteamiento estético de que se deja, o más bien se devuelve la parte final de la cadena de producción al propio consumidor. Me recuerda a cuando mis profesores ponían el ejemplo de un ama de casa que se hace construir una barandilla “porque no sabe nada”. Pues no, claro que sabe; el ama de casa sabe lo que quiere y lo que le gusta”.

    En este sentido, Izaskun recuerda un encargo, un patio de juegos para adolescentes. “Hicimos estudios con ellos. Por supuesto, la arquitectura les es indiferente, ni siquiera te saben decir de qué color es la teja de una catedral que han visto miles de veces, pero si recuerdan las vivencias a su alrededor”.